La crisis del chanchito de tierra

Perdiendo el equilibrio entre el ser y el deber ser

Llego a mi trabajo, me siento frente al computador y no sé qué hacer. Es como si todo estuviese listo y es un despropósito que yo esté ahí. Repaso temas en mi mente, pero mi imaginación es más fuerte y de aburrimiento visualizo un camino largo en un bosque, donde me encuentro cajitas cada ciertos metros conteniendo tareas pendientes de casi cero importancia. Solo verlas, me cansa. Entonces, continuo avanzando por ese largo camino de suelo blanco, árboles flacos con algunas hojas verde claro, como un ficus que orinó una de nuestras gatas y cayó en desgracia, mientras los rayos de sol que arremeten en la trama se encargan de iluminar e inmovilizarlo todo.

Alguna vez trabajar fue mi gran pasión y me sentí muy satisfecha de mis contribuciones. Durante ese tiempo, aprendí que en esa senda me acompañaron quienes se aprovecharon de mi falta de experiencia. Aparecieron también los que no logré entender y a los que no les agradé. Traté de no juzgar a nadie por filosofía y cuando supe de alguien que quiso dañarme, preferí no interesarme en ello. 

En contraposición, se hicieron presentes los que me agradecerán toda la vida el haber compartido mis conocimientos y tiempo para comprenderlos o al menos intentar empatizar con sus necesidades. El acompañar, guiar con paciencia, enseñar sin egoísmos y caminar, alcanzar y no alcanzar metas juntos, es algo que raramente se olvida.

Rodeada de todos y de nadie, sentía como mi sangre fluía llena de ganas y pasión por avanzar en la concreción de proyectos, mejorar la eficacia, la eficiencia, eliminar papeles, ayudar a otros, gestionar apoyando y acompañando, deseosa siempre de aprender y aplicar cosas nuevas, sintiendo la presión a todo gas y disfrutándola. ¡Qué droga más rica, potenciadora y autodestructiva es tu propia adrenalina!

Por eso mismo, hoy no quiero volver a esos tiempos. De alguna manera me drogué tanto que olvidé quién era y eso duele. Hoy me gusta ser libre, estar conmigo misma, con quienes quiero, en paz, cuando quiero, sin molestias, sin celos, sin apegos, sin compromisos, solo por el amor primero. Pero aun así, paso nueve horas diarias en una caja de 2×2, en la oficina o virtual desde mi casa, que me alberga y a la vez me ahoga.

Sé que es tiempo de salir de ahí, pero no me preparé para eso. Me dejé llevar por el amor y la utopía de la familia feliz, y claro que soy feliz cuando veo a mis hijos crecer y más cuando me dicen cuanto que me quieren solo con mirarme o cuando me sorprenden con sus avances por sobre mis expectativas. La familia es un camino lento, satisfactorio, esperanzador pero también muy exigente. 

A veces no quiero llegar a casa porque generalmente soy para todos los que ahí habitan y siento que me paso de un tipo de responsabilidad a otra durante todo el día y no lo estoy disfrutando.

Sin darme cuenta, me he ido transformando en un chanchito de tierra que se esconde en sí mismo para evadir su día a día. Ya no me quedan fuerzas y no veo opciones de salida, siento agobio y cansancio de vivir siempre la misma escena. Una y otra vez los zapatos y calcetines tirados en el living, los intentos fallidos de conseguir algo de empatía y orden. La frustración de no disponer de mis cosas cuando las necesito. Hablar sola, sentirme ignorada y no respetada. No tener tiempo para lo que me gusta y dejar para el fin de semana lo que no hicimos en la semana, cuando deberíamos hacer nada. Convivir con la adolescencia creativa, valiente, chistosa, sensible pero al mismo tiempo sufrir su irreverencia, tiranía, flojera, individualismo y mezquindad, aún a sabiendas de que los chicos tampoco lo pasan del todo bien en este periodo. 

Me desgasto inevitablemente con la energía que emana de cada cuadro fuera de armonía y no  visualizo lo bello de cada instante. Y en mi rescate o para mi aflicción aparece el ansia de libertad que marcó mi adolescencia, viva en lo más profundo de mi alma, que me avisa que nuevamente estoy olvidando quien soy. 

Ilusoria libertad, que hoy no puedo alcanzar por tantas responsabilidades que dependen de mi tiempo, mi trabajo, mi cariño, mi fortaleza, mi vitalidad disminuida, mi dedicación, mi entrega, mi paciencia, mi templanza que ya no queda y de mi amor porque no quiero dañar a nadie. Con todo, ya no sé qué pensar y creo que desde hace algún tiempo tampoco estoy pensando.

Nado en emociones cambiantes de frustración, satisfacción, pena, angustia, alegría, desolación y soledad, o solo  quiero dormir por muchas horas para recuperarme de un infinito cansancio. Me siento atrapada en este ir y venir que no me da tregua.

Aunque trabajar sea solo un medio, no puedo dejar de pensar que lo siento alienante, porque nos consume la vida entera, cuarenta y cinco horas semanales o más, por cuarenta años, para salir en algún momento al mundo a disfrutar de la juventud, de los hijos, de la vida en pareja y de la buena salud que tal vez ya se fueron.

¡No quiero eso!

Mientras busco una solución a todo esto, marco el paso por el infinito aburrimiento, haciendo caso a mi sentido de la responsabilidad y lealtad por los que me acompañan y acompaño, dejándome llevar por el miedo que paraliza, pero al mismo tiempo aferrada a la ilusión de vivir en el ser y no en el deber ser. Para más tarde partir hacia lo que realmente importa: vivir la vida con esperanza.

Versión editada del texto Crisis publicado el 28 de noviembre de 2019.

Texto revisado por: Patricia Ceroni

Si te gustó esta columna dale «me gusta», coméntala y compártela en tus redes. Entérate de mis próximas publicaciones, suscribiéndote a mi Espacio con tu correo electrónico. Un abrazo!

Deja un comentario